Se acaba lo bueno

Bueno, en vista de que David sigue de vacaciones pues aquí estoy yo porque he venido y me apetece poner algo... que me da penita el pobre blog aquí solito sin nadie que le haga caso... hoy toca un relato. Concretamente uno que iba a presentar al foro de Asshai pero al final no me dio el cuerpo para soportar las críticas de todo dios que quisiera leerlo... así que prefiero ponerlo aquí, que hay más confianza XD y bueno, ni que decir tiene que eso de que una de las normas fuera incluir una escena de sexo me tuvo en jaque... que nunca he descrito ninguna.

Ahí va... espero que os guste ^^



"Las bombas silban a ambos lados del viejo autobús desvencijado. Por todas partes se escuchan estruendosas explosiones que lo dejan sordo a uno si no se tapa los oídos. El olor a muerte se cuela en la nariz. El humo de mil edificios ennegrecidos llena los ojos de lágrimas que no son sólo de tristeza.

El joven estaba agazapado tras la última fila de asientos del autobús. Se escondía, y hacía bien. Le estaban buscando. No sabía la razón, pero presentía que no era algo muy agradable. Si le encontraban lo pasaría mal. Tal vez muriese. Otro cadáver sin nombre que se pudriría en las aguas del río. Así que el chico, temeroso, se escondía.

De pronto, sus ojos tropiezan con una figura. Una chica camina por la calle vacía. Vestida por completo de blanco, sus cabellos rubios caen en mechones sucios, enmarcando una cara pálida en forma de corazón. El chico mira, a lo lejos, buscando los haces de luz de sus perseguidores. Mira de nuevo a la joven. Su vestido blanco está manchado de sangre. Siente un nudo en la garganta al pensar en los muertos amontonados por doquier. Todos en su cuenta. Porque, aunque él no ha sido responsable directo de sus muertes, ha sido su presencia la que ha atraído a los carniceros responsables de la masacre. Personas que no escatiman en gastos a la hora de salirse con la suya.

La joven sigue caminando sin rumbo. El chico toma una decisión. Se levanta y recorre el pasillo del autobús. Sale al exterior y camina hacia la joven. Ella se ha sentado en el suelo, sobre las rodillas, y parece no verle. Sus ojos están clavados en el suelo, donde dibuja una serie de signos sin sentido mientras murmura. El joven se acuclilla.

- ¿Estás bien? qué tontería, es obvio que no. – Mira a ambos lados con temor. - Oye aquí fuera hay un montón de locos buscando gente para llenarles el cuerpo de plomo. Si te quedas aquí te matarán o quizás te caiga una bomba encima. – Se queda callado, esperando una respuesta. – Oye, no puedo dejarte aquí, pero si no te mueves…
- No te conviene estar aquí. Aléjate de mí. – La voz de ella suena tan lacónica y vacía que le da escalofríos.
- Me conviene tanto estar alejado de ti como llevarte conmigo. Además, estás loca si piensas que voy a dejarte aquí. – Coge su brazo con firmeza, obligándola a levantarse y avanza a trompicones.

En ese momento oye gritos. Los haces de luz se quedan quietos y después, todos a uno, comienzan a aproximarse. El chico masculla una maldición y corre más deprisa. Los ladridos de los perros empiezan a oírse más cerca. De pronto, una calleja oscura aparece a su derecha y se mete por ella como una exhalación. Al final suben por una vieja escalerilla de incendios y aparecen en una azotea medio consumida por las llamas. Tres cadáveres carbonizados les dan la bienvenida. Tres pobres infelices que no tuvieron tiempo de escapar. El joven conduce a la chica hasta una cama y la posa con suavidad. Ella permanece quita, sin reaccionar. Como una hermosa muñeca de porcelana. Él repara en su rostro lleno de hollín y mira a su alrededor. Camina hacia un pequeño fregadero y acciona el grifo, rezando para que funcione. La suerte hace que salga un débil pero constante chorro de agua caliente. El muchacho se quita la camisa y humedece un extremo. Después, usándola como trapo, limpia con cuidado el rostro de la muchacha. Con cuidado rasga parte del vestido y limpia el cuerpo de la muchacha, que parece despertar poco a poco del trance en el que está sumida. Los suaves gemidos de dolor parecen atronar los oídos del joven, que siente deseos cada vez más fuertes de hundir su boca en la de ella. Con cuidado, le da la vuelta y comienza a lavarle la espalda. Ella se estremece y se da la vuelta, mirándole con unos extraños ojos amarillos.

- ¿Dónde estoy? – Su voz suena asustada y frágil, como la de una niña.
- No te preocupes. Estás a salvo. No voy a hacerte daño.

Ella le observa sorprendida, después mira su cuerpo desnudo y retrocede hasta chocar con el cabecero de la cama, mirándole aterrada. Él se aleja un par de pasos y se queda con las manos en alto.

- Oye, de verdad no tienes que tener miedo. Y si te preguntas por qué estás desnuda, yo solo estaba lavándote, porque, si te soy sincero, tenías un aspecto terrible. – Despliega el trapo en que se ha convertido su camisa para mostrarle la suciedad. – ¿Ves? Todo esto ha salido de tu cuerpo.

Eso parece relajar a la muchacha. Se levanta de la cama y se envuelve con una sábana. Después, se dirige al chico con un marcado gesto de preocupación.

- ¿Qué ha pasado? No recuerdo nada hasta que tú me encontraste.
- Es algo muy largo de explicar. Digamos que esos tipos han arrasado la ciudad porque están buscando a alguien. Una persona que no comparte sus ideas y que puede hacer tambalearse todo lo que hasta ahora hemos creído.
- Y tú eres esa persona, ¿verdad?

Él se queda callado y ella le mira a los ojos, sin llegar a comprender. Entonces, los ladridos de los perros vuelven a aproximarse, sobresaltándoles. El muchacho corre hacia la escalera de incendios y, haciendo acopio de fuerza, la sube hasta la azotea. Después se agacha y oye como los perros han entrado en el callejón. Oye también a los hombres.

- ¿Crees que ha venido por aquí?
- Realmente no lo sé. Y no me importa, si te digo la verdad. Por mí ese chico puede irse al infierno. Él y todas esas absurdas supersticiones sobre…

Unos ruidos metálicos y húmedos siguen a la voz del segundo hombre. Un gemido ahogado hace suponer la suerte que ha corrido. Después otro sonido nauseabundo. El de los perros desgarrando carne. El joven se da la vuelta y vomita en la oscuridad. Vuelve tambaleándose a la cama, donde la muchacha le espera con los ojos abiertos de terror.

- ¿Qué ha pasado? ¿Qué era ese ruido?
- Nada. No tienes que preocuparte. De momento nos han perdido el rastro.

La muchacha le mira con seriedad.

- Oye, sé que no quieres hablar, pero necesito saber qué está pasando. Por favor.
- De acuerdo.

Él se revuelve incómodo durante unos momentos. Y entonces, mirándola a los ojos, comienza su relato.

- Como bien sabrás, hace años nuestro país era la cuna de la cultura y el saber. Hombres y mujeres sabios gobernaban sobre los demás en igualdad de condiciones. Nadie se veía discriminado por ser hombre o mujer. Y entonces, hace unos años, llegó al poder una mujer sabia, tan sabia como hermosa. Afirmó que todo seguiría siendo como siempre. Pero mentía. En pocos años los hombres nos vimos discriminados a la categoría de esclavos, y las mujeres acabaron gobernando todo el país, destruyendo una mitad fundamental de la sabiduría y la cultura. Nuestra “gobernanta” mandó quemar todo aquel material que hubiera sido creado por hombres. Las hogueras ardieron con siglos de historia, de arte, de filosofía y literatura creada por manos masculinas.
- Pero eso es terrible.
- Aun no ha venido lo peor. Esa mujer escogió a unos cuantos hombres de la más selecta de las clases del país, y les condenó a ser simples mecanismos de reproducción. Es decir, cuando una muchacha llegaba a la edad de concebir hijos, se le hacía entrega de uno de estos hombres. Y cuando la muchacha había concebido dos hijos, uno de los cuales debía ser un varón, el hombre era sacrificado. El hijo varón ocupaba el puesto de su padre y la hija era criada por la madre para repetirse el proceso una vez ésta alcanzase la vida adulta.

La muchacha se lleva la mano a la boca, con gesto de horror.

- Eso es terrible. Pero… ¿quién eres tú? ¿Y por qué te están buscando todos esos hombres? ¿Por qué han destruido toda la ciudad?

El muchacho esboza una sonrisa amarga.

- Yo soy el hijo del más noble de los nobles. Él fue entregado a una joven hermosa, que llegó a amarle sinceramente. Pero cuando nací yo, su segundo hijo, mi padre fue asesinado. No valieron de nada los llantos y súplicas de mi madre. La Gobernanta fue inflexible. Sin embargo, aceptó en transigir una norma, y mi madre pudo criarme hasta que cumplí la mayoría de edad. – Evita la mirada de la muchacha. – No fue una infancia fácil. Durante años mi madre me culpó de la muerte de mi padre. Decía que si yo no hubiera nacido mi padre seguiría vivo. Un buen día, siendo apenas un bebé, estuve a punto de ahogarme mientras jugaba en la piscina. Mi madre me sacó del agua y, cuando pensó que estaba muerto, lloró. No me quería y sin embargo lloró. A partir de aquel día todo fue distinto. Mi madre empezó a odiar a La Gobernanta con todas sus fuerzas. Empezó a odiarla tanto que de pronto pareció como si la fuerza de su odio atrajera a muchas otras mujeres de ideas afines a las suyas. Y así empezó la Resistencia. Y ha seguido actuando en la sombra, conspirando, raptando a esclavos jóvenes y enseñándoles la cruda realidad. Muchos de ellos no tenían recuerdos de ser tratados como seres humanos. Y al verme a mí, un ser como ellos, se daban cuenta de que había algo que no encajaba.

Entonces el muchacho se queda callado. Ella le observa en silencio, temblando por el frío de una noche que no ha avisado al llegar. Instándole a continuar.

- Entonces… ¿tu madre es una activista de la Resistencia?
- Sí. Y todo iba bien hasta… – esboza una sonrisa amarga y su gesto se vuelve más sombrío – hasta el día en que alcancé mi mayoría de edad. Recuerdo que llegaron unos hombres de uniforme. Como los que me persiguen, tal vez los mismos. Me sacaron de casa ignorando las súplicas de mi madre, que llegó a ponerse de rodillas. – Su rostro se crispa. – La única respuesta que recibió fue un golpe con la culata del arma de un soldado. Cayó al suelo con la cara llena de sangre y a mí me metieron en un camión.
- Eso es terrible… ¿por qué nadie le impide a esa mujer que haga lo que está haciendo? ¿por qué nadie levanta la voz?
- Porque si lo haces corres el riesgo de quedarte sin cabeza. O de sufrir un misterioso accidente. O de contraer súbitamente una afección rarísima e incurable. – Mira los ojos llenos de espanto de la muchacha. – Créeme, no es tan fácil escapar.
- Hay una cosa que no me has contado. ¿Qué fue de tu hermana? – Le mira a los ojos. – Antes has dicho que mataban a los hombres después de tener dos hijos, uno de ellos un niño. Y si tu padre murió cuando tú naciste… tienes que tener una hermana mayor, ¿no?
- Ella… digamos que es complicado. – El chico se rasca la cabeza. – Hace años que no nos hablamos, desde que éramos niños. – Una sonrisa amarga se dibuja en su cara. – Le lavaron el cerebro en esa maldita escuela de reclutamiento. Llegaba a casa y me trataba como un simple esclavo. Me golpeaba, me insultaba, me escupía. Y siempre discutía con mi madre, porque no entendía como me trataba como a un ser humano. Al final acabó marchándose de casa.

La chica acaricia suavemente la mejilla del muchacho, que se estremece.

- Lo siento mucho… – se queda callada un instante. – No me has dicho tu nombre.
- Es que no tengo. Cuando entramos en el programa de reproducción se nos quita todo lo que tenemos. Hasta el nombre. Hace cinco años que nadie me llama por mi nombre. Sólo “escoria”, “basura”, “esclavo” y lindezas por el estilo. Y deberías ver a aquellos que llevan en el programa desde niños. Son poco más que animales. A eso nos ha reducido el régimen de La Gobernanta. A animales que se reproducen con personas para crear más personas y más animales.

Se queda callado al ver en los ojos de ella un cierto brillo de miedo. Su voz se suaviza.

- Pero puedes llamarme Kar. Así se llamaba mi padre.
- De acuerdo… Kar. – La muchacha parece tranquilizarse, como si el mero hecho de poder darle un nombre al joven le hiciese menos peligroso.

En ese momento alzan la mirada hacia un boquete en el techo. El leve resplandor plateado de la luna les ilumina levemente. La muchacha sonríe.

- Creo que es hora de dormir un poco. – Mira a Kar. – La cama es lo suficientemente grande para que los dos podamos dormir cómodamente, ¿no crees?
- Oh, no te preocupes. Puedo dormir en el suelo. No sería la primera vez.

Kar se dispone a bajar de la cama cuando la muchacha le sujeta por el brazo y susurra en un tono quejumbroso, como de súplica.

- No. No te vayas.

Al momento sus mejillas se tiñen de rojo, como si le diera miedo esa muestra de debilidad. Kar se queda mirándola, como hipnotizado, quieto como una estatua. La presión en el brazo se relaja, y la mano de ella se desliza hasta el hombro de Kar, quedándose allí. Se miran. Ojos amarillos contra ojos azules.

- No quiero dormir sola.- Su voz es suplicante y sus ojos no se quedan atrás. – No quiero que te alejes. Quédate.

Kar no responde, inmóvil. Ella se acerca a él, tanto que puede oír los latidos de sus corazones, al compás. Con cuidado acaricia la mejilla de Kar, algo áspera por la barba invisible que la cubre. La mano sigue un camino que parece trazado de antemano. Se dirige a la boca de él, y acaricia sus labios con la yema del dedo. Él parece que va a decir algo, pero ella le silencia con un beso. Un beso seco, eléctrico, que les llena de una energía turbadora. Se apartan, asustados de sí mismos, para descubrir que, a esa distancia tan cercana en que podrían rozarse, la lejanía es ya dolorosa. Se abalanzan el uno sobre el otro, hambrientos como fieras. Ella le rasga a él la ropa y él le arranca la sábana que le cubre su cuerpo amoratado. En ese momento, cuando están piel contra piel, Kar mira a la muchacha fijamente. Quizás su madre tenía razón. Quizás La Gobernanta se había equivocado y los hombres y las mujeres podían amarse.

Ella se ha quedado quieta, sacudida por los suspiros, sus ojos parecen gritarle en silencio que no pare, que continúe lo que ambos han comenzado. Y él, obediente, lo hace. La calidez que le envuelve al fundirse con ella le hace perder brevemente el control de sí mismo. Un grito escapa de los labios de ambos, coordinados hasta el extremo, mientras los movimientos van haciéndose cada vez más profundos y rápidos. Ella parece volverse loca, su espalda se arquea y pone los ojos en blanco. Entre los gemidos se adivina dos palabras, repetidas como un mantra: no pares.

Kar intenta mantener la cabeza fría. Pero se da cuenta de que es imposible. Hay demasiadas sensaciones que le empujan a perder el control. Y Kar acepta la derrota. Se rinde al éxtasis del sexo. Se rinde a la sensación de estar dentro de esa muchacha, a la vez familiar y desconocida.
Entonces una luz cegadora deja su mente en blanco. Le hace, de algún modo, despegarse de su propio cuerpo. Escucha, como algo muy lejano, un último gemido de ella. Más largo, más profundo. Y de pronto vuelve a tomar conciencia de su cuerpo. Frío, el frío de una ligera capa de sudor que le cubre la piel. Abre los ojos y allí está ella, mirándole callada, pero con una leve sonrisa en los labios. Él no habla, simplemente se apoya en un codo y se separa de ella, que emite un gemido de protesta. Se quedan inmóviles, desnudos, mirándose aun con cierto deseo.


Kar se gira un poco para alcanzar la sábana, abandonada en el suelo, y se la echa a ella sobre los hombros.

- No te quedes así. No quiero que te enfríes.
- Lo que estabas haciendo ahora funcionaba de maravilla. – Una sonrisa pícara resbala por los labios de ella. Se acerca a él y estira la sábana para taparle también. – Eres un caballero y te agradezco el detalle, pero yo tampoco quiero que te enfríes. Hay suficiente sábana para los dos.

Ambos se acurrucan en silencio, mirándose a los ojos, hasta que el sueño les vence. Lentamente, los ojos de Kar se van cerrando. Su último pensamiento se centra en la inquietante frase que ella le murmuró en el momento en que se encontraron “No te conviene estar aquí. Aléjate de mí” y se revuelve incómodo. Pero las brumas del sueño pueden más que los malos presentimientos.

Oscuridad. Todo es oscuridad cuando Kar abre los ojos de nuevo. Tanta, que le parece seguir teniéndolos cerrados. Se levanta, sintiendo que ya no está sobre la cama y que su piel desnuda está cubierta por una especie de túnica de tela basta. Se queda callado, esperando oír la suave cadencia de una respiración. Palpa a su lado, deseando rozar la piel de su desconocida amante. Pero está solo. Reprime una maldición angustiada. Les han encontrado. Y él va a morir.

En ese momento, oye unos pasos a lo lejos, y una cegadora luz invade su prisión de oscuridad y sombra, obligándole a cerrar los ojos.

- Llegó el momento. Afuera, escoria. La Gobernanta quiere verte.

Kar se pone en pie, enredándose con los bajos de su vestidura. Sale del calabozo con la cabeza alta, con orgullo, sin miedo. Escoltado por unos soldados, llega a una enorme sala, la más grande que jamás ha visto. Al fondo, le espera una figura sentada en un trono. Camina hacia ella, con la cabeza más alta que antes. Decidido a mirar a los ojos a la persona que le quitó la vida a su padre, la mujer a la que su madre odia. La Gobernanta.

A un par de pasos del trono, los guardias le golpean con fuerza la espalda, obligándole a inclinarse ante la mujer. La voz de ella suena fría, implacable.

- Por fin. Le habéis encontrado.

Kar levanta la vista, decidido a no mostrar el menor signo de debilidad.

- Vaya, si hubiera sabido que mis servicios como esclavo iban a ser tan mal recibidos, me habría abstenido de tocar vuestra sacrosanta persona… mi señora.

El tono con el que habla es tan frío como el de ella, que le mira de nuevo, con sus extraños ojos amarillos. La muchacha, su amante desconocida. La Gobernanta. Todas bajo una misma piel. Kar siente ganas de gritar de desesperación.

- No estás aquí por eso. Estás aquí por haber violado las leyes, por haberte escapado de nosotros y, sobre todo, por tener un nombre… Kar.

Él se revuelve, causando una leve alarma en los guardias.

- Sí mi señora. Soy Kar, hijo de Kar. Y estoy orgulloso de ser quien soy. Estoy orgulloso de mi madre y de mis orígenes. Y no me importa morir por ellos. No me importa en absoluto. Habría valido la pena por un día de libertad.

Ella le mira. Le mira a la vez seria, serena y tierna. Kar se da cuenta de que vacila. Por primera vez en años, La Gobernanta se pregunta si hizo bien. Y él, sólo él tiene el poder en sus manos. El poder de cambiar la historia, de devolver a hombres y mujeres a su pasada situación. Ponerlos de nuevo al mismo nivel. La mira a los ojos.

- Os amo mi señora. Me educaron para odiaros y en un solo día dejé de hacerlo. Y ahora os amo. Y si vos me amarais también me dejaríais con vida. Pero no aspiro a eso. No aspiro a que nadie ame a alguien como yo. A fin de cuentas, soy poco más que un animal.

Ella se queda callada. Las lágrimas brillan en sus ojos. Kar sigue hablando, mientras siente que está firmando su sentencia de muerte.

- Sois La Gobernanta. Vos dictasteis las leyes. Y ahora no podéis cambiarlas.

Las carcajadas de ella le interrumpen.

- ¿Yo dicto las leyes? Dime Kar. ¿Cuántos años crees que tengo? – Al quedarse él en silencio, ella prosigue. Yo era una niña cuando ella me escogió. En su lecho de muerte, me hizo prometer que, al menos una vez en la vida, le concedería a un hombre la oportunidad de hablarme con total libertad. Y que ese hombre sería el hijo del más noble entre los nobles. El hijo de un hombre al que ella había amado, el hijo del hombre al que ella misma había ordenado matar. – Ignora la mirada aterrada del joven. – Sí, Kar. Tu madre era La Gobernanta. La mujer a la que juraste odiar, a la que juraste matar. La misma mujer que por las noches te acunaba siendo un niño, por las mañanas dictaba innumerables sentencias contra hombres, culpables sólo por ser hombres. Pero todo eso ha terminado.
- ¿Qué quieres decir con que todo ha terminado?
- Que ya no hay más Gobernanta. No hay más odio ni discriminación hacia los hombres. Tu madre consiguió lo que quería: derrocar su propio régimen. – Mira a Kar. - No lo entiendes, ¿verdad? Ella te amaba. Eras su hijo, el fruto de sus entrañas. Y eras un hombre. Y todo lo que te amaba, todo lo que sentía por ti como madre, chocaba contra lo que tenía que sentir por ti como Gobernanta. Así nació la Resistencia que tú tan bien conocías.
- Entonces, ¿dónde está mi madre? – Mira a los ojos a la muchacha. - ¿Qué ha sido de ella?
- Al final fue traicionada por sus propias leyes, Kar. Cuando tú cumpliste la mayoría de edad, se acabó tu tiempo, y ella tuvo que soportar como sus propias leyes te apartaban de ella. Y tuvo que soportar como su propia hija, tu hermana, te odiaba por algo que ella misma había creado. – Se interrumpe, como si le costara pronunciar las palabras. – Comprenderás que era demasiado para que siguiera soportando estar viva. Así que…
- ¿Intentas decirme que está muerta? – La voz de Kar se quiebra. – ¿Mi madre?
- Lo siento mucho Kar. Muchísimo, de veras. – Se queda callada y le mira de nuevo, renacida la frialdad en sus ojos. – Comprenderás que, pese a todo lo que hemos vivido, no puedo dejarte con vida…

Kar siente como los guardias caminan hacia él. Se siente derrotado, hundido. Ha perdido la esperanza en la vida. Cierra los ojos, recordando ese instante, ese momento mágico que compartió con esa muchacha que ahora le manda a la muerte sin vacilar.

- ¿Por qué? ¿Por qué tengo que morir?
- “Aléjate de mí”. Eso fue lo primero que te dije Kar. Y no me hiciste caso. Así que no digas que no. No digas que no te lo advertí. Y morir… en fin, alguien tiene que pagar ante la plebe por los crímenes de tu madre. Lo siento Kar. No es nada personal.

La muchacha le da la espalda a Kar. Y justo cuando los guardias están a punto de levantarle para llevárselo de nuevo, él le arrebata al soldado de su izquierda la bayoneta. Dos culatazos dejan a los guardias fuera de combate, y es entonces cuando Kar se abalanza sobre la joven. Su amada. Ella le ve venir, los ojos abiertos de terror. El cuchillo se hunde profundamente en el vientre de ella, inundando de rojo su túnica blanca. Ella se desploma sin un solo gemido, sin un ruido. Kar cae de rodillas junto a ella, llorando.

- Lo siento… yo te quería, de verdad que te quería…

Los golpes en la puerta principal se hacen cada vez más insistentes. La guardia al completo está a punto de llegar. Kar tira la bayoneta al suelo. No desea luchar. Se rinde. Se rinde ante la muerte, cansado de una vida injusta. Cierra los ojos, recordando la sonrisa de ella, de su amada muchacha. Recuerda también la sonrisa de su madre cuando hablaba de su padre. Y allí, algo más borrosa, está la cara de su hermana. Kar sonríe entonces, y camina hacia la puerta, los brazos en alto, decidido a morir llevándose como última imagen la de las personas a las que más había amado.

La puerta se rompe con un chasquido. Los guardias entran en tropel. Kar está solo, desarmado. La Gobernanta yace en el suelo, en medio de un charco de sangre. Los guardias dan rienda suelta a su odio, tiroteando a Kar. Cuando terminan, de él queda apenas un cuerpo irreconocible, destrozado por los impactos.

Kar, no oye entrar a los guardias. Es de nuevo un niño pequeño que juega con su hermana al borde de la piscina. A lo lejos, la voz de su madre les riñe por jugar tan cerca del agua. Y entonces ocurre. Kar cae al agua. Su pequeño cuerpo se hunde. Las burbujas de aire ascienden a la superficie. Kar se ahoga. Y de pronto, está de nuevo en la superficie. Su madre está a su lado, le abraza mientras llora. Y cuando, en la realidad, el cuerpo de Kar está siendo acribillado, el sólo siente dolor en el corazón, el dolor de amar a su madre y de sentirse amado. Y lentamente, mientras Kar se muere, la imagen se va desdibujando, oscureciendo, alejando. Y al final todo se torna negro.

Comentarios

Davidrago ha dicho que…
Yo ya te dije que el relato era muy bueno, pero en fin, si no te fías de mi criterio haces bien en ponerlo aquí, a ver si la gente te comenta o algo ^^